13 septiembre 2010

EL TONTO















¡Periquillo, Periquillo! Estaba predestinado a ser el tonto del pueblo. Sufría estoicamente la crueldad que anida en los niños y las burlas y bromas pesadas de los mozalbetes.
Se había enamorado sucesivamente de casi todas las chicas, las cuales le exigían para acceder a sus pretensiones las más peregrinas tareas. Cuando seas capaz de volar. Y allí se encontraba Periquillo, encaramado a un árbol y con unas alas de cartón cosidas en la espalda de su chaqueta, dispuesto a volar. Un mes el brazo en cabestrillo. Tienes que beberte toda el agua del abrevadero. Y sorbía y sorbía hasta que el agua le salía por las orejas y vomitaba hasta la primera leche que mamó.
Pero su verdadera tortura llegaba en las fiestas del pueblo. Además del tiovivo, la cucaña llena de sebo, de la cual los mozos se obstinaban en arrancar el salchichón colgado en la punta, y verbenas al aire libre con una gran orquesta conformada por una trompeta un clarinete y un bombo, el acto más significativo era la procesión de San Pánfilo, patrón del pueblo, siempre escoltado, no se sabe por qué, por un enorme Sagrado Corazón. Quizás el capricho de un beato alcalde. Tras más de dos lentos y dramáticos kilómetros de recorrido, era costumbre que, al finalizar el desfile, los portadores de las figuras pasaran a la sala de juntas del ayuntamiento, donde un suculento ágape los resarcía de los sudores y sufrimientos, de los martirios y promesas.
Era el caso que Periquillo había sido nombrado, a título de chanza, costalero de honor de la colosal imagen. Las andas parecía que las cargaban seis sesudas e influyentes personalidades, pero en verdad, año tras año, el zagal, oculto bajo los faldones que cubrían las parihuelas, soportaba en su mayor parte el sagrado peso. Terminado el religioso evento, entre retrasos y encargos malintencionados, el costalero de honor accedía al banquete cuando sólo quedaban unas migas sobre la mesa.
Tenía Periquillo una difusa noción del Creador, y había oído hablar alguna vez de los dioses del Limbo, como él decía, donde los tales se corrían unas juergas que temblaba el Universo.
Harto de Dios, ocurrió que en su última y malhadada procesión tropezara con una piedra inexistente. La imagen empezó a bailar hasta caer al suelo, hecha añicos ante el estupor de los fieles y devotos circunstantes. En la confusión, él salió por pies, disparado hacia la sala de juntas, donde se encontró solo entre tantas viandas y manjares. Dios se ha roto, se decía, qué placer de dioses, por eso y por todo.

Patti Foqui













Me gustas porque eres crumbiana. Ya sabes, como las chicas de los tebeos de Robert Crumb. Si te lo habré contado un millón de veces: excesivas, contundentes, corpulentas, rollizas; grandes en estatura y perímetro. Aunque eso no es lo único que me gusta de ti. Desde el principio me sentí atraído por detalles como tu forma de hablar, vulgar pero inocente, o los granos que pueblan tu cara. No sé, me sugieren un desorden hormonal que me pone muchísimo. Además, tu falso descaro al vestir con ropa tan ceñida no me provoca más que ternura.

Los chicos de tu edad no te merecen, y ni siquiera saben lo que se están perdiendo. Patti Foqui. No me hace ninguna gracia que te llamen así; para mí siempre serás Patricia, el nombre por el que te llama tu padre cada vez que te humilla, o cada vez que te habla, que viene a ser lo mismo. Eres el hazmerreir suele ser su frase más recurrente, y a mí nada me reconforta tanto como tu previsible respuesta de adolescente, dando un portazo y encerrándote en tu habitación con la música a todo volumen.

Él no es mala persona. El problema es que no te pareces en nada a la hija que le hubiera gustado tener. Por eso se desentiende tanto de ti. Creo que ya te conté que una vez yo también fui padre, hace muchos años. Él ahora tendrá un par de años más que tú. Por eso no puedo juzgar a tu padre, porque sé que yo también podría haberlo hecho mucho mejor. De todas formas tienes que reconocer que desde el primer momento fue muy simpático conmigo. Pobre, el muy inocente nunca sospechó de lo nuestro.

Aunque ya debería haberse dado cuenta de que tu público está formado por hombres mucho mayores que tú. Hombres con la suficiente madurez y el carácter necesario como para admitirse a sí mismos que tu rotunda figura les provoca más fantasías que un cuerpo de mujer con mayor aceptación social pero menor opulencia en la intimidad. Podría incluso decirse que atraes al tipo equivocado de hombres, aunque no voy a ser yo quien lo diga. Porque, ¿acaso es mejor que salgas con esos niñatos disfrazados de raperos que van a tus fiestas? ¿Esos mocosos que cada dos por tres llaman confundidos a mi puerta, borrachos y visiblemente colocados? No, desde luego que no. Ellos sólo se aprovechan de ti, de tu necesidad de gustar.

Y son incapaces de ver lo adorable que eres.

Al poco de conocerte, antes incluso de hablar contigo, fue cuando empezaron a invadirme todos aquellos deseos tan contradictorios: quería darte una lección, como a la adolescente descarada y rebelde que eras. Aunque también me apetecía follarte y arroparte por las noches, y hablar contigo sólo de cosas bonitas. La verdad es que no tardé en satisfacer los tres primeros deseos, pero tú nunca cooperaste demasiado para que el cuarto se cumpliera. ¿Por qué me tratabas con tanta dureza? Yo desde luego siempre estuve esperanzado.

Y ya ves que al final tampoco nos ha ido tan mal, ¿no?

Recuerdo que al principio siempre me preguntabas por qué te compraba tantos bollycaos y tigretones, aunque ni siquiera esperabas una respuesta antes de comértelos a pares. Simplemente quería que no pasaras hambre. Igual que la bruja de Hansel y Gretel, que los cebaba antes de comérselos. Je, je, resulta irónico que antes fuese yo quien te alimentaba y ahora me alimentes tú a mí.

Patricia, con todo esto sólo quiero decirte que creo que me estoy enamorando de ti. Cada vez te siento más cerca, más dentro. Otro mordisco a tu muslo; otro bocado de tus pómulos pecosos.
Me encanta comerte, saborear hasta el último trozo de tu carne; chupar tus huesos, tragarme tu hígado y, finalmente, morderte el corazón.

Mar bella



















Hummm! que fresquito estoy, cómodo, libre, desparramado y al pairo, en mitad de la barra de la bahía, disfrutando del reflujo de las olas en las faldas de la isla de Santa Clara, acunado por la marea que avanza y retrocede lenta y envolvente, dando pequeños tumbos en la arena de la playa, acogedora cálida rubia y compacta, como las mujeres que me enamoran

¡Hummm! me siento como un Dios, panza arriba bajo este algodonoso cielo azul cruzado por gaviotas patiamarillas que se dejan arrastrar por la brisa marina, bellas cometas de papel y oyendo el rítmico chapoteo de los remos de las traineras y las tristes sirenas de las embarcaciones de recreo

¡Hummm! qué suerte, hoy hay mar bella, me llevará suavemente hacia la playa, iremos dejando atrás los veleros y las motoras; evitando las redes antimedusas me acercaré despacio a las bañistas a las que rebasaré enredándome como un racimo de algas en sus cuerpos rotundos, morenos, impregnados de olor a salitre y sol, acariciándolos suavecito y susurrando sus nombres imaginados

¡Hummm! ahora que soy un muerto reducido a cenizas y aventado como las semillas en un campo de trigo, sin dolores ni temor, revivo y disfruto del griterío feliz de una tarde de verano; ahora que ya llego a mi destino final, ingrávido y disuelto alcanzo con el deseo las cuatro rosas rojas arrastradas hasta la orilla por la mar…

¡Hummm! ¡Qué placer de dioses!, por eso y por todo.




Mª Victoria Gil Arregi.

19 mayo 2010

LA ISLA DESIERTA

















John salió de la tienda de campaña. La niebla era muy intensa. Avanzó unos metros hasta distinguir junto al embarcadero la borrosa silueta de su motora. Cruzó sus brazos y se encogió de frío.
-¿Qué haces ahí fuera? -preguntó Jenny incorporándose y frotando sus somnolientos ojos-. ¡Qué frio! ¿Es esta la encantadora isla desierta en la que íbamos a pasar el fin de semana? No me extraña que no haya nadie. Esto es un congelador.
-¡Mira! -dijo John, señalando sobre la cabeza de Jenny.
Las palabras que ella acababa de pronunciar se habían quedado heladas en el aire.
-¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? -asustada buscó amparo entre los brazos de John.
-No es posible. ¡Mira! Todo lo que decimos queda escrito en el aire.
Primero la sorpresa y después el temor empezaron a apoderarse de ellos. Cada vez había más palabras a su alrededor. Llegó un momento en el que apenas podían avanzar, y fueron a resguardarse en el interior de la tienda de campaña. En ésta las palabras no eran visibles, sino solamente sonidos., así que decidieron permanecer dentro hasta que la niebla desapareciera, confiando en que ésta se llevaría también todo lo escrito
-Nunca había visto nada igual -dijo John.
-Cuando lo contemos no nos van a creer -comentó ella-. Anoche cuando llegamos todo parecía tan normal…
-Yo creo, Jenny, que ha sido cosa de la helada que ha caído esta noche, pero… ¡Mira! Parece que se está levantando viento.
Los dos se asomaron al exterior y contemplaron cómo el velo blanco se desplazaba rápidamente hacia el este, dejando al descubierto la motora, el embarcadero, el sendero, los árboles, el cielo…
-¡John! -gritó la mujer señalando hacia la dirección opuesta.
El viento agitaba violentamente la embarcación, que al igual que el embarcadero desapareció del paisaje. La ráfaga siguiente difuminó el sendero hasta hacerlo invisible. Los árboles perdieron sus altas ramas, y después sus troncos. La nada los sustituyó. Y al mirar a lo alto, la pareja descubrió cómo el azul del cielo daba paso a un blanco devorador que, cayendo sobre, ellos borró su presencia del paisaje.
Cuando el viento cesó, el sol volvió a brillar de nuevo y la isla recuperó su aspecto habitual. Al embarcadero se acercó una nueva motora de la que saltó un hombre que, mientras ayudaba a su compañera, le decía:
- Hemos llegado. Ya verás qué bien lo vamos a pasar. No entiendo cómo hoy en día esta isla sigue desierta.


Maite

05 mayo 2010

Quizá, la última noche









Después de una noche eterna, la luz volvía a surgir en lo alto de la grieta aunque el frio no remitiera todavía. Completamente encogido luchaba con una incontrolable tiritona que de vez en cuando le provocaba una fuerte convulsión y terribles dolores en la pierna fracturada.
Aunque había intentado cubrirse con todo lo que llevaba en la mochila, la noche había sido terriblemente fría y sabía que estaba cercano a una hipotermia irreversible. A pesar de ser primavera, las temperaturas por encima de los mil metros eran todavía invernales y no tenía ninguna posibilidad de resistir otra noche más.
Andar solo por zonas poco frecuentadas del pirineo no era lo más prudente del mundo, pero cada uno tiene sus pasiones, se decía, y tiene que asumir sus riesgos. Nadie le esperaba en casa, nadie sabía dónde estaba y allí no había cobertura. Si no conseguía salir por sus propios medios estaba muerto.
Con el sol ya en lo alto, las temperaturas subieron lo suficiente como para que a ratos dejara de tiritar y pudiera pensar con más claridad. Toda la fuerza del sol primaveral llegaba hasta el fondo de la grieta mezclado con la humedad de sus paredes, y un olor a monte que normalmente le hubiera hecho cerrar los ojos y abandonarse al disfrute le recordó lo lejos que estaba de cualquier sitio y lo cerca que estaba de terminar sus días en esta tumba natural a cinco metros de la superficie.
Tumbado boca arriba, probó a moverse. Intentó arrastrar la pierna y un latigazo de dolor le sacudió todo el cuerpo. Lo volvió a intentar con más cuidado, y controlando el dolor consiguió quedar medio sentado, apoyado en la roca. La pierna rota palpitaba como si fuese ella la encargada de bombear la sangre al resto del cuerpo; podía sentir perfectamente el latido en sus sienes.
Cuando consiguió reponerse, miró a la pared frente a él y la estudió. Recorrió mentalmente los apoyos para las manos y la pierna, y los memorizó. Después cerró los ojos y acarició despacio la roca que quedaba a su lado, intentado buscar en ella algo de compasión, algo de ayuda. Sin la pierna rota y con las fuerzas que le había robado la noche no hubiera tenido ningún problema en salir de allí, pero sabía que ahora era distinto. No podía contar con su destreza de escalador, y cada movimiento iba a ser un calvario. Solo tenía una oportunidad, si volvía a caerse con la pierna rota no podría volver a intentarlo.
Cogió aire, apretó los dientes y con un aullido terrible se puso en pie sobre la pierna buena. Le costó unos segundos eternos controlar los temblores de su cuerpo entumecido y abstraerse del dolor, pero con pequeñas gotas de rabia y desesperación resbalando por sus mejillas se agarró al primer saliente y tiró con fuerza. Cada avance era un grito rabioso y cada nuevo apoyo una puñalada desgarradora que había que resistir. No había otra opción, salir o morir.
Subió, subió y lloró hasta que ya no quedaron gritos que lanzar o espacio por apuñalar y, después de una eternidad arrastrándose por la mismísima pared del infierno, por un instante vio el cielo antes de salir al exterior y quedar exhausto sobre la hierba sin fuerzas para nada más.
En algún momento de su agonía creyó oír un ladrido lejano. pero la oscuridad le atrapó de nuevo hasta que al cabo de un tiempo indefinido sintió una áspera lengua lamiendo su cara. Aunque casi inconsciente, supo que estaba salvado, y sin abrir los ojos sus labios se curvaron en una imperceptible mueca de agradecimiento.

Julio

EN ALGUN LUGAR DE AFRICA

















Existe un lugar en el planeta que es real. Y se que es real, porque yo vivo en él.
Ahora mi nombre es Kibianky, y cubro mi cuerpo con el barro rojizo de esta tierra. Aunque no siempre fue así.

Era noche de iniciación. Los hombres del poblado danzaban susurrando cantos hipnóticos alrededor del fuego para despertar la voz de los espíritus. Esperaban el nacimiento del que estaba destinado a ser su nuevo guía, Godana, que significa chico. Se iniciaba una nueva era.

Dentro de la cabaña, sobre un colchón de juncos, mamá Yumma empujaba agitada por la fiebre. Hice todo lo que pude, pero mi medicina de libros y mi instrumental quirúrgico no fueron suficiente. Cerré los ojos de mamá Yumma, y limpié de sangre el cuerpecito de Godana, que no dejaba de observarme.
Es difícil de explicar, pero tuve la certeza que Godana y yo acabábamos de encontrarnos después de haberlo hecho antes en otras vidas. Y eso que, hasta aquella noche, mi yo occidental había jurado e incluso defendido la existencia de una única vida.

–Es una niña –anuncié cuando salí de la cabaña con Godana entre mis brazos.

Al retirar la piel de animal que cubría su cuerpo desnudo, los hombres dejaron de danzar y el silencio se escuchó alrededor de aquel fuego. Nadie se movió; los niños, los ancianos y las mujeres se mantuvieron sentados en el suelo, formando el mismo círculo inalterado alrededor de los hombres, que ahora permanecían de pie, quietos junto al fuego.
Pero la voz de los espíritus ya había despertado: truenos y relámpagos se estrellaron contra el cielo haciendo rugir a la lluvia en bendiciones por el nuevo nacimiento.

La mujer más anciana del poblado alzó sus brazos hacia la lluvia, y gritó asante -palabra con la que dio las gracias-. Ella misma fue la encargada de entregar a Godana a los hombres, que cumplieron el ritual de marcar el brazo izquierdo de su guía con tres ascuas encendidas en señal de purificación.

Aquella noche, cuando recogí a Godana entre mis brazos, me fue transmitido un mensaje: debía esperar a que la guía estuviera preparada para compartir una importante misión con ella. Así fue como olvidé lo que hasta entonces yo había sido.

Conchita Burillo Julián.

Aroma a garnacha



















En silencio, desde la profundidad de las entrañas austeras de la tierra, ha emergido una cepa de vid acompañada de otras. Sus dedos con formas flamígeras están acariciando el aire, impregnándolo de aromas invisibles, dormidos en la pulpa de los granos de la roja garnacha con vocación de mil nombres.
Más tarde, cuando el sol ha desnudado la oscuridad de la noche, se han despertado perezosas llevando a sus espaldas las gotitas brillantes de rocío nocturno para calmar la sed del camino, y sin prisas han acumulado fuerzas alimentándose de los abrazos terrosos portadores de sensaciones escondidas.
Y cada grano de piel tintada ha robado desde la profundidad de la tierra los aromas que durante su efímera vida desparramará como una lluvia de perfume.

Cuando al fin su manto se ha tornado suave morado, alguien con olor a sudor retenido ha cortado sin compasión el racimo, y las garnachas maduras, resignadas, han llorado en silencio el fin de su vida.

Los vendimiadores han pasado de largo, ajenos a los aromas atrapados, solo han visto las hojas de parra caducas del otoño repetido de siempre y los granos apretados unos contra otros para quitarse el miedo.
Desde allí han pasado por oscuros laberintos, hasta que sus lágrimas han rebosado las cubas de roble añejas y las jóvenes cisternas de acero.

Después de mucho tiempo, cuando han regurgitado su historia, se han vestido de etiqueta exhibiendo su origen.
Ahora sí, ahora su voz de múltiples tonos y matices, ha llegado de su largo viaje con recuerdo y aroma a almendra y avellana tostada, a tierra húmeda, a regaliz, a frutas silvestres del campo, y más.
Y un día importante de alguien, sus gustos atrapados en vidrio verde han eclosionado con orgullo ante los ansiosos paladares y olfatos atónitos de los humanos ajenos a su vida.

En silencio, igual que las tierras donde nacieron, han despertado la memoria del olfato y de sabores ancestrales, y una vez más han perfumado las cavidades bucales, evocando recuerdos dormidos en el olvido, trasmitiendo sensaciones que dan cuerpo a aquellos aromas que fueron amasados entre la raíces de sus cepas.
Así, como siempre ha sido, la garnacha roja de suaves tonos morados espera en el limbo arenoso, recogiendo los viejos sabores para, de nuevo, crear los aromas tangibles que su siguiente generación regalará al mundo de los sentidos.




Miguel Artola
Abril de 2010.